Lunes,
29 de Septiembre de 2014
Última
mañana en Illinois. El Grillo y el Churk se levantan temprano y, con cara de
sueño y aspecto de resaca se van en busca de un último café de la lista. El
lugar elegido, a veinte minutos andando por encima de las crujientes hojas
otoñales, es el Ipsento Coffee House. Encantador café con encantadores perros y
desayunos con nombres de escritores pretenciosamente deliciosos. Nos pedimos un
Mark Twain y un Ernest Hemingway. El resultado fue quizá el mejor croissant con
queso, huevos, tomate y espinacas que he comido jamás, y un buen café a nombre
de Bepah, que es lo que el barista hipster buenamente entendió.
A la
vuelta paramos en el Green Corner, uno de esos lugares blancos e insípidos que
licuan verduras para tu disfrute de zumos saludables. Allí Grillo cameló a la
china que lo regentaba para que nos diese tres zumos por diez dólares y así
poder llevar uno a Pachi y aliviar el sentimiento de culpa que nos acechaba por
haberle abandonado.
Siempre
es un poco estresante tener que irse de un lugar dejando las llaves dentro, por
lo que hay que estar absolutamente seguro de no haberte dejado nada. De ahí al
espectáculo obsesivo compulsivo que nos brindó el Grillo hay un trecho, pero
voy a obviar los diagnósticos clínicos de este evento y decir simplemente que
sí, que nos fuimos de casa de Jeff y no nos olvidamos nada.
Tras
el fracaso del taxi de ida, era obvio que cogeríamos el L Train para volver a
O’Hare, sabia decisión a la par que un bello tránsito despidiéndonos de los
tejados de Chicago. Pachi y Car son gente de ir a aeropuertos con tiempo, pero
pudimos colar otro paseíto con maleta antes de emprender el viaje. Tomamos unas
cervezas en el Big Star, lugar de Tacos frente a Milwaukee Ave, mientras
hablábamos del teletransporte y de qué haríamos cada uno con la oportunidad de
utilizar ese medio de movilidad.
En los
aeropuertos casi nunca pasa nada interesante ni divertido, todo es agobio,
gente, pasillos y comida de mala calidad. Yo comí bagel con patatas fritas, mi
alimento estándar de aeropuerto de USA, y nuestro avión se retrasó dos horas y
todo era asqueroso. Señoras que hacen aerobic en la puerta de embarque y ningún
souvenir para mi mausoleo.
No
recuerdo nada digno de mención del periodo de cuatro horas de vuelo, así que
sin más diré que aterrizamos en Seattle, Washington, con retraso pero soltura.
El aeropuerto de Seattle tiene un mix de decoración entre grunge y esquimal, y
la zona de fumar está en la punta absolutamente contraria de la parada de
taxis. Por supuesto fuimos a echar una fika igual, no vaya usté a creerse que
no. Llegamos en la noche por la carretera, pasamos por la fábrica de Boeing y
el cementerio, vimos a lo lejos el puerto y las montañas.
El
taxi nos dejó en la puerta de casa en la cima de la cuesta. Pachi tiene una
gran casa con un gran jardín que disfrutaríamos más adelante. Nos advirtió que,
acercándose Halloween, su casa estaba llena de arañas falsas en lugares
estratégicos. Había una en el pomo de la puerta que todas las veces sin
excepción asustaría al Grillo.
Ahora
dejaríamos las maletas y nos iríamos a uno de mis sitios favoritos, el 9
Million in Unmarked Bills, que sirve excelentes hamburguesas veganas con bacon
falso del que me gusta a mí, y tomaríamos eso y unas cervezas en la mesa que ya
es la mía (sí, sólo he estado dos veces).
Había
sido un día largo y en gran parte insípido, y tras una copiosa cena lo lógico
era largarse a dormir para empezar el día siguiente, un día lleno de tensiones
y sucesos extraños.
Pachi
aceptó el reto de subir la cuesta a su casa corriendo. Luego vomitó.
Martes,
30 de Septiembre de 2014
De
buena mañana hicimos café y estrenamos nuestras tacitas perfectas cortesía del
camarero del Reno en el jardín mirando las colinas.
En las
cuestas de bajada hacia la civilización hay manzanos que pierden sus frutos. La
costumbre local, según nos cuentan los habitantes del vecindario, es coger una
manzana por cabeza y hacer que ruede cuesta abajo en una trepidante carrera que
vence el contendiente cuya manzana haya cogido la mayor tracción. Mi manzana
cayó, tras un buen comienzo, en una triste alcantarilla con hojas mojadas, y el
Grillo venció de chiripa en la segunda vuelta.
El
segundo café sería cortesía del Fremont Coffee Co, donde nos sirvieron cafés de
Halloween. Os digo que esta gente está obsesionada con Halloween un mes antes
de la fecha.
El
Fremont tiene un patio maravilloso para fumar y observar la naturaleza y la
extraña decoración de He-Man haciendo surf.
Nuestro
plan era alquilar un coche e ir a la isla de Bainbridge, visitar el pueblo de
Port Townsend y luego algún parque natural. La cosa empezó un poco torcida ya
que Grillo no había traído un calzado adecuado para caminar por los bosques, y
paramos en la tienda de deportes más cutre y barata del estado de Washington a
ver si podía obtener algo. No sé a quién queríamos engañar probando botas tipo
Quechua y zapatillas Nike rosas, pero pasamos allí unos cuarenta minutos de
agonía. Tras abandonar la tienda sin ningún zapato, nuestros nervios estaban
ligeramente a flor de piel y tuvimos unos pequeños gritos en el coche.
Cordialmente
solucionado el conflicto, nos dirigimos al ferry que nos cruzaba a la isla. El
ferry es un mágico aparato con bellas vistas de Seattle y Bainbridge. Hicimos
fotos y yo sobre todo me helé como un perro.
Conduciendo
hacia el norte pasamos por la granja de Chimacum, donde paramos a comprar
cervezas orgánicas y echar unas fikas rodeadas de pick up trucks y “howdy
folks” mirando las montañas en un momento idílico campestre.
Seguimos
en el coche hacia Port Townsend. Port Townsend es un pequeño pueblo de aspecto
cinematográfico sin habitantes cuerdos. Es un hecho. Cada personaje que te
cruzabas por las calles tenía aspecto de estar completamente loco. Esto se
corroboró al ver un cartel que así proclamaba “We all live here because we’re
not all there”.
El
siguiente plan era comer en Sirens, un local muy auténtico con una buena
terraza donde desafortunadamente no se podía fumar. Pedimos una pizza y Grillo
se pidió una clam chowder, cosa que nunca había probado y que degustó con mucha
ilusión. Compartimos los tres la pizza que contenía demasiado ajo y nos sobró
una porción cuyos bordes Pachi había roído cual rata. La camarera, amablemente,
nos preguntó si nos queríamos llevar el resto de la pizza, a lo que Pachi y yo
respondimos al unísono “No” y Grillo, al mismo tiempo, “Sí”. Esto generó un
nuevo conflicto “te gustará luego tener la pizza en el maletero”, “nadie se va
a comer esa pizza de bordes roídos”, “ni siquiera estaba especialmente buena”,
“luego tendrás hambre y te arrepentirás”… La camarera trajo una caja para que
metiésemos el trozo de pizza en ella, y así lo hicimos. “Mira yo no voy a coger
la caja de la pizza, yo me voy a fumar, haced lo que queráis con la puta
pizza”.
Pachi
y yo dejamos la caja de la pizza encima de la mesa y nos fuimos. Qué error. Qué
grave error.
Habiendo
abandonado la caja de pizza en el restaurante, dimos otro paseo y buscamos un
café. Pasamos por sitios encantadores como el Rose Theatre, cine antiguo cuyas
palomitas tienen fama internacional, por algún motivo.
Probamos
dos sitios cuyos letreros anunciaban “Café”. En ambos nos miraron como si
fuésemos nosotros los que estábamos completamente locos por pensar que en sus
establecimientos servían café.
Afortunadamente,
al lado de la playa, estaba el Better Living Through Coffee, un lugar
encantador regentado por locas en el que nos ofrecían café con leche de arroz.
Lo pedimos y lo tomamos mirando al mar, nos hicimos unas fotos y pensamos que
todo iba bien. Grillo, como buen grillo, metió los pies en el mar con sus
vaqueros remangados creyéndose un grumete, para luego volver por la arena
descalza arrepintiéndose de ello, dada la posibilidad de que hubiera
trescientas mil jeringuillas de los heroinómanos de Port Townsend.
Nos
fuimos al coche a seguir nuestro camino hacia la aventura del parque natural.
Tendríamos que haber ido al fuerte indio, o al parque de los ciervos, o a la
reserva de no sé qué. En su lugar decidimos ir a Anderson Lake State Park. Una
vez allí, tras un laborioso camino, una señal indicaba la necesidad de pagar
por entrar. No había dónde pagar ni nada por el estilo, pero ahí estaba la
señal. Avanzamos cautelosamente hasta que llegamos al dichoso lago. En el lago
había otra señal. Esta señal indicaba que por una plaga tóxica mortífera, el
lago estaba cerrado al público. A mí personalmente me invadieron el terror y la
sensación de fracaso extremo, así que decidimos que no íbamos a bajarnos en el
parque para que cayese la noche sobre nosotros y perecer atacados por una plaga
tóxica en medio del bosque de pinos para que una familia de Iowa encontrase
nuestros cadáveres tres días después. En este punto tendríamos que haber
sospechado que algo no iba bien y no era casualidad.
En el
coche se podía escuchar el rechinar de nuestros dientes mientras decidíamos qué
leches hacer ahora con nuestro escaso tiempo de luz restante. Decidimos que
camino de Port Ludlow hacia el sur, había unas playas estupendas donde
seguramente podríamos parar a tomar una cerveza antes de volver a Seattle,
pasando por el casino indio. Yo miraba el mapa de la isla y no veía más que
excelentes recovecos que daban al mar. Port Ludlow no existe, ni existen tales
recovecos, pues son urbanizaciones privadas. En una de ellas, un niño con un
perro nos saludaba al pasar con el coche con cara de Niño del Pueblo de los
Malditos. Al ver que no iba a ser posible encontrar un bar, volvimos a la
carretera, paramos en una gasolinera, compramos unos víveres y pedimos
direcciones hacia alguna playa. El gasolinero nos envió por donde habíamos
venido de manera sospechosa. Logramos llegar a una especie de resort de
jubilados que daba a una pequeña playa, cuando ya había anochecido por
completo.
Fue
allí donde, todos enfadados por el fracaso y las poco fructíferas vueltas en
coche, nos dimos cuenta de lo que estaba ocurriendo. La de la pizza, enfurecida
por nuestro rechazo a llevarnos el último trozo tras su esfuerzo en traernos la
caja, había mandado la señal a toda la isla de locos de joder a los tres
españoles del Volkswagen. Los empleados de los cafés tenían como misión
desorientarnos, el guardabosques de Anderson Lake había colocado carteles de
peligro de muerte con el propósito de hacernos temer por nuestras vidas, el
niño de la urbanización era un decoy para hacernos sentir a salvo, el
gasolinero tenía órdenes estrictas de hacernos perder la cordura. Todo por el
pequeño inconveniente de no llevarnos la pizza como habíamos establecido.
Declaramos
a La De La Pizza la ganadora de hoy, habiendo logrado nuestro fracaso en una
venganza llevada a cabo con excelencia, y no fuimos al casino ni hostias, nos
fuimos de vuelta al ferry en un accidentado camino de ansiedad. Nos sentamos a
fumar en el muelle esperando a que llegase el barco y mirando a ver si veíamos
una incursión nocturna de mapaches que nos habían prometido. Apuesto a que La
De La Pizza también había sido capaz de persuadir a los mapaches para que no
saliesen esta noche.
De
vuelta en la seguridad y cordura de Seattle, aparcamos el coche frente al
Backdoor, una bonita coctelería/lugar de comer grasa y tomamos allí unas
bebidas y unas patatas fritas. Hacía frío y mi espíritu había sido hundido por
la venganza. Tú ganas, camarera de Sirens. Tú ganas.